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Lo que pesa más que los resultados: las emociones invisibles que frenan la innovación

 

 

Cuando una organización decide innovar, casi siempre los primeros focos se ponen en inversión, estructura, tecnología y talento. Pero muchas veces lo que realmente determina si la innovación se da —y si perdura— no está en esos elementos tangibles, sino en lo que no se ve y lo que, en gran medida, nos hace humanos: las emociones. 

Las emociones son parte del tejido que sostiene a cualquier organización humana. En nuestras familias, amistades o comunidades, sabemos que lo que sentimos prácticamente suele definir lo que hacemos (o lo que dejamos de hacer), y en el trabajo no es distinto. Emociones como el orgullo, la pertenencia, el temor al qué dirán o al fracaso, la búsqueda de reconocimiento y la preservación del legado moldean decisiones tanto como los presupuestos o los análisis de mercado, y mientras estos factores no se reconozcan y trabajen, los planes más ambiciosos pueden fracasar.

Consideremos el caso de una empresa familiar italiana en la región de Piamonte –documentado en un estudio reciente sobre pymes europeas, pero que sirve para entender el peso de aquello que no vemos pero sí sentimos– en el que el sucesor de la tercera generación propuso digitalizar los procesos operativos e implementar análisis de datos para optimizar la producción. 

La propuesta era en sí misma una oportunidad de crecimiento, debido a que permitiría aumentar la eficiencia y reducir desperdicios. Sin embargo, la respuesta del fundador fue contundente: «Siempre lo hemos hecho así». Para él, la propuesta no brillaba, sino más bien representaba una amenaza directa al legado que había construido durante décadas. El proyecto se detuvo, no por falta de recursos o viabilidad técnica, sino por una barrera emocional invisible: el miedo a que la innovación significara traicionar la identidad de la empresa.

En realidad, lo que describe este fenómeno está íntimamente ligado a la inteligencia emocional. Este concepto, popularizado por el psicólogo Daniel Goleman en la década de los noventa, se refiere a la capacidad de reconocer, comprender y gestionar las emociones propias y ajenas, una competencia central para la vida y el trabajo, y la cual se necesita para gestionar todo aquello que sentimos, incluso en la oficina. 

En este sentido, esta cualidad está ligada al desempeño, por eso es aún más importante desarrollarla, porque no solo permite manejar con madurez los conflictos, la presión y la incertidumbre inherentes a los procesos de cambio, sino que también fomenta entornos donde la empatía y la comunicación abierta impulsan la creatividad y la colaboración. Un botón de muestra es una investigación de TalentSmart, en la que el 90% de los líderes de alto desempeño demostraron tener altos niveles de inteligencia emocional, y esta representa hasta un 58% del rendimiento profesional. En otras palabras, la innovación no ocurre en un vacío racional: está profundamente marcada por cómo las personas sienten y gestionan sus emociones.

Por todo esto, la gestión de las emociones en los negocios y en la innovación es sumamente importante, porque condiciona no solo el ritmo del cambio, sino su profundidad y sostenibilidad. Cuando las emociones no se reconocen, el cambio puede verse como una amenaza y no como una oportunidad, y este puede volverse superficial o efímero, ya que las transformaciones más exitosas no solo dependen de una buena estrategia, sino de una capacidad explícita para gestionar los aspectos emocionales de este. 

 

Cuando las emociones pesan más que la estrategia

 

Un estudio de McKinsey publicado en 2022 reveló que el 85% de los ejecutivos considera que el miedo frena la innovación en sus organizaciones «a menudo o siempre». Esto no es menor, sino la confirmación de que el miedo es un elemento estructural que condiciona lo que se hace (y lo que no se hace). 

Más aún, quienes trabajan en organizaciones consideradas «líderes en innovación» tienen tres veces menos probabilidades de reportar la existencia de miedo en comparación con innovadores promedio o por debajo del promedio. Es decir, que entre menos miedo, más innovación. 

La investigación identificó tres temores principales: miedo a la crítica, miedo a la incertidumbre y miedo al impacto negativo en la carrera profesional. Este último resulta particularmente revelador: el temor al impacto profesional es 3.6 veces más prevalente entre quienes no perciben la innovación como parte de sus caminos de desarrollo, es decir, que cuando las personas creen que proponer algo nuevo puede poner en riesgo su avance o compensación, la aversión a la pérdida toma el volante y las lleva a proteger su estatus por encima de experimentar.

Esta influencia emocional no es exclusiva de un país o de un tipo de empresa: es una constante que se observa en cualquier latitud del mundo. En América Latina, investigaciones del Centro de Familias Empresarias del ESE Business School en Chile muestran que la innovación es particularmente frágil en empresas familiares de segunda generación, donde las dinámicas emocionales y familiares dificultan la apertura al cambio.

En México, un reporte del IPADE-BBVA revela que solo el 4% de las empresas familiares están en condiciones óptimas para garantizar su continuidad, y que la mitad enfrenta riesgos por prácticas internas que limitan su capacidad de adaptarse. 

El caso de la empresa en Piamonte mencionado anteriormente ilustra perfectamente este patrón: la resistencia al cambio no fue cuestión de ignorancia tecnológica, sino de cargas emocionales ligadas a identidad y confianza. Lo que estos estudios demuestran es que no basta con invertir en estrategia o tecnología: se requiere desarrollar inteligencia emocional en una organización. Esto implica crear capacidades para reconocer las emociones propias y ajenas, gestionar tensiones y transformar la resistencia en energía creativa.

Desarrollarla es la capacidad de transformar las emociones invisibles en motores de innovación, y quien lo logra no solo gestiona mejor el cambio, sino que crea organizaciones capaces de adaptarse, perdurar y evolucionar.

 

Cómo reconocer qué emociones invisibles están operando en tu empresa

 

Las emociones que frenan la innovación rara vez se manifiestan de forma explícita. No aparecen en las actas de reuniones ni en los reportes trimestrales. Se esconden detrás de frases aparentemente racionales: «No es el momento adecuado», «Ya lo intentamos antes», «Nuestros clientes no están listos para eso». Sin embargo, existen señales concretas que permiten identificar cuándo las barreras emocionales están operando.

La primera señal de que existen emociones invisibles que están frenando la innovación es la parálisis por análisis. Cuando un proyecto de innovación se somete a rondas interminables de evaluación, estudios de mercado adicionales y comités de revisión sin que se tome una decisión, probablemente no se trata de rigor metodológico sino de miedo disfrazado. La organización está buscando certeza absoluta en un terreno donde no existe.  Esta conducta revela intolerancia a la ambigüedad y temor a asumir responsabilidad por resultados inciertos.

El estudio de Mckinsey sobre el miedo a innovar asegura que cuando esto sucede, los directivos suelen priorizar las innovaciones incrementales que perciben como menos arriesgadas o presionan a los equipos para que les aseguren el éxito de sus proyectos, lo que produce el resultado contraproducente de menos experimentación, ideas menos ambiciosas y menos creatividad.

La segunda señal es la existencia de ideas que se diluyen en el camino de su aprobación. Como cuando una propuesta audaz entra al proceso de aprobación, pero cuando sale del otro lado se ha convertido en algo indistinguible de lo que ya se hace. Esto ocurre cuando existe miedo a la crítica o al juicio de pares y superiores, ya que en el desarrollo de la idea las personas anticipan objeciones y van limando los ángulos más disruptivos hasta que esta pierde su potencia transformadora. Es un mecanismo de autoprotección que busca el consenso y la pertenencia a la tribu a costa del impacto que podría tener romper con las ideas preestablecidas. 

La experimentación es una parte clave a la hora de innovar, ya que permite aprender de manera controlada, convertir las hipótesis en conocimiento y fortalecer la confianza colectiva en la capacidad de la organización para adaptarse. 

Sin embargo, si en una organización hay ausencia de experimentación real, por mucho que no se quiera admitir que el error se castiga más de lo que se reconoce; si se habla mucho de innovación pero no hay proyectos piloto, prototipos fallidos o aprendizajes documentados de experimentos que no funcionaron, no se está desarrollando una cultura de aprendizaje ni practicando la inteligencia emocional organizacional necesaria para tolerar la incertidumbre y el error.

Y la innovación sin fracasos visibles no es innovación: es simulación. Como dice el profesor de la Harvard Business School y experto en experimentación al innovar, Stefan Thomke, la experimentación es la base de la capacidad de todas las empresas para innovar y ningún producto puede existir sin haber sido primero una idea que se formó, en un grado u otro, mediante un proceso de experimentación. 

La cuarta señal es utilizar el pasado como argumento de autoridad. Frases como “siempre lo hemos hecho así”, “en esta industria no funciona” o “nuestros fundadores no lo verían bien” indican que la identidad organizacional se ha convertido en una camisa de fuerza, y que está operando una lealtad emocional al legado tan poderosa que bloquea incluso las adaptaciones necesarias para la supervivencia. Esa resistencia no surge del razonamiento estratégico, sino de una emoción profundamente humana: el miedo a cuestionar lo que nos dio identidad y éxito.

Como señalan los expertos en innovación Scott D. Anthony, Paul Cobban y Rahul Nair, las organizaciones más innovadoras hacen exactamente lo contrario: se atreven a desafiar sus certezas y a poner en duda sus propias formas de pensar. 

En su artículo para la Harvard Business Review, explican que estas empresas parten de una creencia simple pero poderosa: siempre hay una mejor manera de hacer las cosas. Escuchan de verdad a sus clientes —no solo lo que dicen, sino lo que no alcanzan a expresar—, fomentan la colaboración más allá de los límites jerárquicos y convierten la experimentación en una práctica cotidiana, entendiendo el error como parte natural del aprendizaje. Sobre todo, crean entornos donde disentir no es un riesgo, sino una muestra de compromiso.

Por otro lado, si las personas más creativas, especialmente las de generaciones más jóvenes, abandonan la organización tras períodos cortos, vale la pena preguntarse qué está sucediendo al interior de la organización, porque seguramente existen emociones invisibles que están llevando a mantener un ambiente que no es seguro psicológicamente para las personas, es decir que no se sienten libres para expresar sus ideas, asumir riesgos ni mostrar vulnerabilidad sin temor a consecuencias negativas.

Investigaciones compiladas por Gartner, Gallup y Harvard Business Review muestran que ambientes con alta seguridad psicológica experimentan una reducción del 27% en rotación de personal, mientras que ambientes con baja seguridad psicológica presentan alta rotación, silencio de los individuos, aversión al riesgo y falta de innovación.  

A menudo, las personas no se van por falta de recursos sino porque perciben que sus ideas no son valoradas, que proponer cambios tiene consecuencias negativas, o que la cultura organizacional penaliza la disidencia.

 

Qué hacer para cultivar la inteligencia emocional en una organización

 

Identificar las emociones invisibles que frenan la innovación es un diagnóstico necesario porque solo lo que se nombra puede gestionarse, y solo lo que se entiende puede transformarse en un motor de cambio. En este sentido, la inteligencia emocional en una organización —la capacidad de reconocer, interpretar y regular las emociones propias y ajenas dentro del trabajo— se vuelve una competencia estratégica.

Una forma práctica de desarrollarla es mediante sesiones de escucha estructurada, donde los equipos se inviten explícitamente a hablar de los miedos o resistencias que rodean los proyectos de innovación. También pueden emplearse encuestas anónimas que exploren la seguridad psicológica, la percepción de consecuencias por proponer ideas o la apertura al error. Frases como “Me siento seguro tomando riesgos en el trabajo” o “Los errores suelen usarse en mi contra” revelan patrones emocionales profundos que explican por qué ciertos equipos se paralizan.

Además, analizar qué proyectos prosperan y cuáles se detienen ofrece información emocional encubierta: si solo avanzan aquellos que implican mejoras pequeñas y controladas, probablemente la organización esté operando desde el miedo, no desde la ambición estratégica.

Una vez identificadas esas dinámicas, el siguiente paso es trabajar deliberadamente para que lo emocional deje de ser un freno.  

El primer paso es reconocer públicamente que esas emociones existen. Que alguien en una reunión pueda decir: “Siento que esto da miedo”, y que se hable abiertamente de lo que se perdería o se extrañaría, crea una atmósfera de confianza. Este acto de honestidad emocional es, en sí mismo, una práctica de inteligencia emocional colectiva: transforma la vulnerabilidad en cooperación.

La investigadora Amy Edmondson, de la Harvard Business School, lo explica desde el concepto de “seguridad psicológica”: la creencia compartida de que un equipo es un espacio seguro para asumir riesgos interpersonales, hacer preguntas o admitir errores sin temor a ser castigado o ridiculizado. Según Edmondson, este tipo de ambiente favorece la resolución honesta de problemas y la generación de nuevas ideas, porque permite que las perspectivas diversas salgan a la superficie y se aprovechen oportunidades que, de otro modo, pasarían inadvertidas.

Otro elemento esencial para cultivar ese clima es reconocer la innovación como parte de la evaluación profesional. De acuerdo con McKinsey, las organizaciones líderes en innovación son 2.9 veces más propensas a hacer de la innovación un requisito explícito para avanzar en la carrera. Esto significa que proponer ideas nuevas no solo se permite, sino que se espera y se recompensa. Cuando se reconoce públicamente a quienes lideran iniciativas distintas —aunque no siempre triunfen—, la cultura empieza a transformarse desde dentro.

Asimismo, abrir espacios de diálogo entre generaciones o grupos clave fortalece los vínculos emocionales que sostienen la confianza. No se trata de repartir culpas, sino de distinguir qué valores deben preservarse y cuáles pueden adaptarse. 

También es útil experimentar en pequeño. Cuando la innovación se percibe como una amenaza a la identidad —“abandonar lo que somos”—, lanzar proyectos piloto en canales nuevos o innovar incrementalmente puede reducir el riesgo percibido y generar aprendizajes concretos. Cuando estos pilotos tienen visibilidad —y se comunican tanto los aciertos como los errores—, se construye confianza colectiva. 

Por último, es fundamental desestigmatizar el fracaso. Algunas compañías realizan post-mortems de proyectos fallidos no para asignar culpas, sino para capturar lecciones valiosas y compartirlas. Este enfoque —basado en la inteligencia emocional colectiva— convierte los errores en oportunidades de aprendizaje compartido. Así, se envía un mensaje claro: lo que se castiga no es equivocarse, sino no aprender. Convertir la vulnerabilidad en conocimiento fortalece la cultura y hace de la innovación un terreno fértil y humano. De acuerdo con especialistas en aprendizaje de Mckinsey, las empresas, para lograr una innovación sostenible, deberían aprovechar el fracaso como catalizador del cambio. 

Cuando una organización asume ese paso —ver sus emociones invisibles, dialogarlas y reinterpretarlas como fuerzas y no como obstáculos— adquiere algo que pocas poseen: una cultura robusta, con sentido, capaz de adaptarse, crecer y generar impacto positivo sin perder su alma.

 

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