Vivimos en una era en la que los datos lo dominan casi todo —desde la toma de decisiones empresariales hasta la predicción de tendencias del consumidor—, por lo que confiar en una corazonada puede parecer una osadía. Pero, de acuerdo con estudios científicos y experiencias empresariales, esto podría no serlo tanto.
Muchas de las grandes innovaciones de nuestra época no nacieron de recomendaciones realizadas por datos, sino de una mezcla poderosa de la suma de conocimientos previos, observación objetiva, análisis subjetivo y sensibilidad humana, es decir, intuición. Sin embargo, antes de confiarle todas las decisiones a este tipo de procesamiento humano, es importante entender cuándo sí y cuándo no se deben utilizar nuestras corazonadas a la hora de tomar decisiones.
Pero antes de seguir adelante, ¿qué es la intuición?, y sobre todo, ¿qué es la intuición en los negocios? Gerd Gigerenzer, director del Harding Center for Risk Literacy en la Universidad de Potsdam y director emérito del Centro de Conducta Adaptativa y Cognición del Instituto Max Planck, es una de las voces más influyentes en el estudio de la toma de decisiones humanas, y a diferencia de quienes ven la intuición como una forma de pensamiento impulsivo o irracional, Gigerenzer la define como una inteligencia inconsciente, moldeada tanto por la experiencia como por la evolución, especialmente útil en contextos de alta incertidumbre.
No siempre es bueno utilizarla
Muchas veces se dice que la intuición en los negocios es lo opuesto a la razón, pero no lo es, ya que esta es (según Gigerenzer) una forma de actuar con rapidez utilizando atajos mentales (heurísticos) que nos permiten tomar decisiones eficaces cuando los datos son insuficientes o el tiempo es limitado. Su investigación demuestra que, en entornos complejos donde la lógica formal y los algoritmos fallan —como en los negocios, la medicina o la vida cotidiana—, este tipo de conocimiento tácito puede ser más confiable que los modelos puramente estadísticos.
Sin embargo, hay que ir con cautela, porque muchas veces esos mismos atajos mentales que agilizan nuestras decisiones son también los que nos hacen tropezar. Se trata de los sesgos cognitivos: errores sistemáticos en nuestro pensamiento que influyen en cómo juzgamos y decidimos. Aunque estos atajos —conocidos como heurísticos— nos ayudan a organizar la información, anticipar escenarios y actuar con rapidez (lo cual es esencial para la eficiencia mental y puede ser crucial en situaciones de emergencia), su velocidad y automatismo pueden llevarnos fácilmente a conclusiones erróneas.
Hay otros expertos más escépticos con el uso de la intuición, y advierten que esta es engañosa cuando está contaminada no solo por sesgos cognitivos, sino también por creencias infundadas o emociones mal gestionadas.
Por ejemplo, Daniel Kahneman, premio Nobel de Economía y pionero en la economía del comportamiento, argumenta que, aunque la intuición puede ser útil en ciertos contextos, solo es confiable cuando quien la utiliza ha tenido una extensa práctica en un entorno que proporciona retroalimentación inmediata y consistente, como un jugador de ajedrez o un médico con años de experiencia en diagnóstico clínico. De lo contrario, confiar en el instinto puede llevar a decisiones impulsivas y poco fundamentadas.
Y esto último hay que remarcarlo lo suficiente a la hora de hablar de utilizar la intuición en los negocios: esta tiene límites y debe ser utilizada solo en ciertos contextos. Entonces, ¿cuándo podemos usarla a la hora de tomar decisiones empresariales?
¿Cuándo podemos confiar en ella?
La investigadora Laura Huang, profesora en Harvard Business School, ha demostrado que la intuición puede ser especialmente útil en contextos de alta incertidumbre, donde ni más datos ni análisis adicionales son capaces de reducir el riesgo o resolver la ambigüedad. En estudios con inversionistas ángeles y capitalistas de riesgo, observó cómo, frente a datos objetivos que calificaban a ciertas startups como apuestas riesgosas, muchos de ellos decidieron invertir basándose en corazonadas.
Años más tarde, Huang pudo comprobar que quienes tomaban decisiones exitosas mediante la intuición no lo hacían por impulso, sino desde una experiencia cultivada: sabían que su instinto no era un dato aislado, sino una síntesis implícita de información objetiva y subjetiva ya disponible. Además, reconocían cuándo la situación requería este tipo de juicio: es decir, cuando enfrentaban decisiones únicas, irrepetibles y con múltiples factores imposibles de calcular.
Esto coincide en gran medida con lo que sostiene Kahneman: que la intuición solo es confiable cuando quien la emplea ha acumulado suficiente experiencia en un entorno que provee retroalimentación constante, permitiendo afinar el juicio con el tiempo, y ambos especialistas coinciden en lo esencial: que la intuición no surge del impulso, sino del conocimiento profundo y la práctica sostenida que permiten detectar patrones invisibles incluso para los datos.
Un caso emblemático es el del iPhone. Steve Jobs intuyó que las personas querían algo más que un teléfono: deseaban un dispositivo que integrara comunicación, música e internet en un solo lugar. Aunque en ese momento ningún estudio de mercado pedía pantallas táctiles y los teclados físicos dominaban, Jobs apostó por un diseño radicalmente distinto.
Jobs siempre fue un defensor de la intuición como una herramienta imprescindible en su trabajo, pero es importante decir que esa corazonada no fue un salto al vacío sino el resultado de años de observar con atención el comportamiento de los usuarios, de obsesionarse por el diseño y de entender profundamente las capacidades tecnológicas del momento. La decisión, aunque contracorriente, no fue impulsiva, sino la síntesis de experiencia, sensibilidad y visión.
Usar la intuición en los negocios, pero con límites
Con la misma claridad con la que defiende el valor de la intuición, Laura Huang también señala los límites de su uso. En decisiones rutinarias, repetibles y con baja incertidumbre —como elegir entre proveedores con métricas comparables o definir presupuestos con datos históricos—, lo más efectivo sigue siendo el análisis riguroso. Si es posible calcular probabilidades con razonable certeza y hay información suficiente para predecir los resultados con lógica, es mejor apoyarse en modelos comprobados y datos duros.
La intuición, en estos casos, puede introducir sesgos innecesarios o interferir con métodos ya validados. Además, si nos encontramos en un entorno donde existen esquemas mentales exitosos que pueden replicarse —como procesos operativos ya optimizados o estrategias de marketing bien establecidas—, el foco debe estar en la ejecución más que en reinventar desde el instinto. No se trata de oponer intuición y datos, sino de identificar qué tipo de decisión enfrentamos y cuál es la herramienta más eficaz en cada contexto.
¿Y si hay dudas de si usar la intuición en los negocios o no?
Ya con estos lineamientos, es mucho más sencillo saber en qué casos debemos o no utilizar la intuición en los negocios, sin embargo, si en algún momento los datos y la intuición entran en conflicto, no siempre se trata de elegir uno y descartar el otro. De hecho, ese momento de fricción puede ser profundamente revelador si se aborda con intención, asegura Cheryl Strauss Einhorn, colaboradora de Harvard Business Review en un texto titulado “Emotions Aren’t the Enemy of Good Decision-Making”.
En lugar de apresurarnos a desestimar nuestras emociones frente a cifras aparentemente objetivas, conviene detenernos a examinar lo que sentimos y por qué lo sentimos. Esta pausa puede ofrecernos información valiosa que los datos, por sí solos, no alcanzan a mostrar.
En ese momento, conviene ponerle nombre a lo que sentimos —ansiedad, incomodidad, frustración—, ya que esto puede ayudar a generar una distancia emocional que permite observar sin reaccionar automáticamente. Este ejercicio no solo aclara el estado emocional del momento, sino que abre un espacio para hacernos preguntas esenciales que equilibran el análisis racional con la sensibilidad humana: ¿Podría ser que mi instinto esté detectando un riesgo que los datos aún no revelan? ¿Me estoy resistiendo a soltar una hipótesis previa simplemente porque me resulta incómodo dejarla ir? ¿Es posible que los datos sean insuficientes o que la situación tenga implicaciones más profundas de lo que inicialmente pensé?
Estas preguntas funcionan como una brújula interna que, lejos de debilitar la toma de decisiones, la fortalecen, ya que reconocer esta dimensión emocional no significa rendirse ante lo subjetivo, sino integrar conscientemente la intuición como una fuente legítima de conocimiento que, al igual que los datos, merece ser escuchada, contrastada y comprendida.
La intuición en los negocios también innova. Pero para que hable, hay que hacer silencio. Y antes, hacer el trabajo de investigar, recabar información, entender el problema y construir un conocimiento profundo que alimente esa voz interior. La intuición no reemplaza al análisis, sino que aparece cuando ya sabemos lo suficiente como para reconocer que más datos no cambiarán la decisión, y que lo que sigue requiere sensibilidad, no fórmulas. Así que tendríamos que cultivar lo suficiente nuestra experiencia para poder confiar en la intuición cuando sea necesario.