En diciembre de 1994, la cuarta generación de Grupo Urrea —Alfonso Urrea Martín, Juan Carlos Ramírez Urrea y Raúl Urrea— asumió el mando de una empresa familiar con 87 años de historia en soluciones hidráulicas, herramientas y cerrajería, y que fue fundada durante la expansión del ferrocarril en México en 1907. Los entonces jóvenes esperaban una transición tersa; sin embargo, el 20 de diciembre sobrevino la crisis del peso, la producción cayó a 70% y varias empresas del grupo enfrentaron la quiebra.
Los tres primos, de entre 25 y 31 años, se enfrentaron a una realidad que los balances no mostraban: la necesidad de pasar varios años difíciles, cerrar negocios y despedir a mucha gente. Pero gracias a que el grupo no presentaba un endeudamiento muy grande, pudieron salir adelante.
Tres años después, en 1997, los tres primos se reunieron para analizar el rol de familiares y empleados dentro del grupo. Descubrieron que colaboradores tenían empresas relacionadas con la empresa madre y justificaban su comportamiento señalando que los mismos accionistas y altos ejecutivos tenían estructuras similares. El ejemplo había permeado toda la organización.
Lo que parecía un problema de ética individual era, en realidad, un problema de ausencia de sistema. No había reglas claras. No había separación entre intereses personales y empresariales. Las decisiones dependían de personas, no de procesos, así que decidieron implementar políticas claras de gobierno corporativo, separar los roles de dirección y propiedad, y profesionalizar la administración del grupo, y, después de todo, pudieron salir adelante y establecer una estructura que permitió la continuidad y crecimiento sostenible de la empresa.
Este es un ejemplo que ha merecido análisis de instituciones reconocidas como el IPADE por ser un clásico de falta de institucionalización, uno de los tres principales retos silenciosos a los que se enfrentan las empresas con historia. Esas organizaciones que nacieron del impulso de un fundador y se consolidaron con los años gracias a su tenacidad y propósito suelen verse como sinónimo de estabilidad, pero bajo esa aparente solidez, muchas enfrentan tensiones invisibles que no se identifican hasta que ya pesan.
En México, las empresas familiares representan entre 90% y 95% de los negocios, pero solo 4 % se encuentran en condiciones óptimas para asegurar su continuidad y armonía, según el estudio «Nivel de progreso de las Empresas Familiares para lograr su continuidad y armonía» del CIFEM | BBVA-IPADE.
Esa cifra revela algo que los balances no dicen: detrás del crecimiento en ventas o patrimonio hay riesgos estructurales que muchas veces se silencian. Las reuniones evitan ciertos temas, las decisiones se basan en la costumbre y no en estrategia, y los roles se confunden.
De esta manera, las empresas familiares se enfrentan a tres retos críticos: la ausencia de planificación para el relevo generacional, la falta de institucionalización y profesionalización, y los conflictos no resueltos que fragmentan a la empresa. Cada uno requiere un diagnóstico consciente y la implementación de acciones específicas para asegurar que la empresa pueda sobrevivir en el tiempo.
La ausencia de planificación para el relevo generacional
El fundador tiene 68 años. Llega a la oficina todos los días a las siete de la mañana. Conoce cada producto, cada cliente, cada proceso. Sus hijos trabajan en la empresa desde hace una década, pero nadie sabe realmente quién tomará las decisiones cuando él ya no esté. No porque no se quiera hablar del tema, sino porque nunca ha habido el momento adecuado para hacerlo.
Esta escena se repite en más de la mitad de las empresas con historia en México. Según el estudio de BBVA-IPADE, 53% se encuentra en riesgo por no haber definido con claridad los tiempos ni los procesos para el relevo generacional. Solo 23% declara tener una proyección de continuidad. Y el reloj sigue avanzando, ya que el 30% de los líderes actuales tiene más de 60 años.
El contraste con empresas que sí planifican es revelador. En septiembre de 2025, FEMSA anunció que José Antonio Fernández Garza-Lagüera asumirá como Director General el 1 de noviembre, mientras José Antonio Fernández Carbajal continúa como Presidente Ejecutivo. El nombramiento no resultó de la improvisación sino de un plan de sucesión diseñado por un comité especial con asesoría externa, basado en mejores prácticas corporativas.
La lección no está en el nombre del sucesor, sino en el proceso, y lo que marca la diferencia no es decidir «quién va después», sino convertir ese relevo en un intercambio real de visiones, aprendizajes y responsabilidades. Un proceso donde quien sale prepara el terreno y quien entra construye sobre cimientos claros.
La pregunta, entonces, es incómoda pero necesaria: ¿qué legado deseas dejar como líder? ¿Ya has comenzado a preparar a quienes vienen detrás o has asumido que «cuando toque, ya se verá»?
Si aún no has iniciado, el primer paso no requiere grandes estructuras. Comienza articulando el propósito fundacional de tu empresa y contrastándolo con los desafíos actuales: ¿qué de ese legado sigue siendo relevante?
Luego identifica una o varias personas a quienes puedas involucrar en decisiones estratégicas pequeñas, para que interioricen el ritmo del liderazgo. Ese primer puente convierte lo que podría ser una ruptura abrupta en una evolución natural que en un futuro desembocará en el cambio de timón. El relevo no es un evento, sino es una conversación que debe comenzar hoy.
Falta de institucionalización y profesionalización
Este es un problema como el que enfrentó Grupo Urrea en 1997, cuando descubrieron que colaboradores y ejecutivos justificaban conflictos de interés porque no había reglas claras que separaran lo personal de lo empresarial. Y no es un caso aislado: según el estudio de BBVA-IPADE, solo 5% de las empresas con historia en México se considera adecuadamente institucionalizada, mientras 66% necesita fortalecer sus procesos de gobernanza y la constitución de consejos funcionales.
Los síntomas son visibles aunque rara vez se nombran. En el 56% de estas empresas, el propietario y el director son la misma persona, lo que dificulta separar decisiones estratégicas de preferencias personales. En 58%, no existen políticas claras para la entrada o salida de colaboradores, incluidos los familiares. Es decir, que en las empresas mexicanas seguramente las decisiones se toman por costumbre, por jerarquía familiar o, en el peor de los casos, por quién grita más fuerte.
Y en tu empresa, ¿las decisiones se toman con criterio objetivo o por inercia? ¿Cuántas decisiones críticas dependen del fundador, y cuántas del sistema?
Aunque la brecha sea grande y todavía muchas decisiones dependan de las cabezas, el primer paso no requiere una transformación total. Puedes comenzar diseñando un consejo consultivo con miembros independientes o externos con experiencia relevante. Establece reglas claras de escalamiento de decisiones: quién decide qué, bajo qué criterios, con qué información.
Con el tiempo, esas reglas dejan de sentirse como imposiciones externas y se vuelven parte del tejido de la organización. Y cuando eso sucede, la empresa adquiere algo que ningún fundador puede garantizar por sí solo: la capacidad de innovar y crecer más allá de las personas que la fundaron.
La institucionalización es la diferencia entre una empresa que funciona porque alguien la empuja todos los días, y una que funciona porque tiene estructura propia.
Una cultura que no evoluciona al ritmo del negocio
Esa forma de hacer las cosas que en su origen las hizo fuertes –la unión, la confianza, la lealtad– puede convertirse con el tiempo en un freno silencioso si no se adapta al ritmo del entorno.
El problema no es tener una cultura sólida, sino no revisarla. Muchas organizaciones mantienen prácticas y creencias heredadas que ya no responden a las nuevas realidades del negocio: decisiones que dependen de la costumbre, maneras de trabajar que no se cuestionan, o jerarquías que desalientan la innovación.
Estudios recientes sobre cultura y liderazgo en empresas familiares como el titulado “Liderazgo y Cultura Organizacional en empresas familiares. Desde una perspectiva teórica”, el cual realizó una revisión sistemática de varios trabajos hechos al respecto, muestran que cuando la cultura se queda inmóvil, se vuelve poco flexible y termina afectando la eficiencia, el clima laboral y la capacidad de reinventarse. La evidencia también señala algo clave: el liderazgo tiene un papel decisivo en esta transformación. Son los líderes quienes modelan los comportamientos, resuelven los conflictos y marcan el tono de la cultura que la empresa necesita para evolucionar.
Un buen ejemplo de adaptación es La Costeña. Fundada en 1923 como una pequeña tienda de abarrotes, logró transformarse en una de las marcas más reconocidas del país. Supo integrar innovación —como los envases abrefácil y la digitalización de procesos— sin perder su esencia mexicana ni su compromiso con la calidad y la sostenibilidad. Su historia demuestra que una cultura abierta al cambio no rompe con el pasado, sino que lo actualiza.
Reflexionar sobre la cultura implica hacerse preguntas incómodas pero necesarias: ¿qué reglas no escritas siguen guiando nuestras decisiones? ¿Qué comportamientos se repiten solo porque “así se ha hecho siempre”? ¿Y qué nuevas prácticas podrían ayudarnos a crecer?
El primer paso es identificar esos hábitos invisibles que ya no aportan valor y abrir conversaciones entre generaciones o áreas que rara vez dialogan. A partir de ahí, se pueden probar pequeños cambios: rotar responsabilidades, abrir espacios donde nuevas voces sean escuchadas, permitir fallas controladas y reconocer públicamente los aprendizajes que dejan los intentos de innovación.
Cuando la cultura se gestiona con intención y el liderazgo acompaña el cambio, la organización deja de estar anclada al pasado y convierte su historia en una ventaja competitiva. El legado deja de ser peso y se transforma en impulso: una brújula que orienta el crecimiento sin impedir el movimiento.
Los tres retos —la ausencia de planificación del relevo, la falta de institucionalización y la acumulación de conflictos no resueltos— no son tres focos aislados, sino un sistema que puede bloquear la capacidad de una empresa con historia para adaptarse. Pero esos mismos retos pueden transformarse en palancas si los abordas con inteligencia, intención y valentía.
Si aún estás construyendo tu base de innovación, tienes dos tareas, honrar tu legado y atreverte al cambio. Empieza identificando uno de esos retos en tu empresa, convoca conversación, nombra un responsable del diagnóstico, define una pequeña intervención piloto, evalúa, ajusta y escala. El camino no es lineal ni cómodo, pero es el que mantiene vivo el legado con sentido.
Así, el cambio ya no será una amenaza para tu empresa con historia, sino la invitación a que siga existiendo con nueva fuerza, para futuras generaciones.