Hay decisiones, que muchas veces pueden ser casi invisibles, y que atrapan a muchas compañías –en buena medida, empresas familiares– en un lento desgaste. No son crisis públicas, ni escándalos explosivos. Son dinámicas cotidianas que se reproducen en reuniones informales, en las conversaciones sobre “cómo siempre se han hecho las cosas” o en la forma en que se reparten las decisiones diarias, y que, si no se iluminan con claridad, terminan por paralizar el futuro.
Concretamente, hablando de empresas familiares, el riesgo de estas prácticas cotidianas es alto, y las hace estar más propensas a morir sin poder mantener la continuidad del negocio. En México, solo un 4% de las empresas familiares se encuentran en condiciones óptimas para garantizar su continuidad, mientras que alrededor del 50% enfrenta un riesgo serio de desaparición debido a la acumulación de malas prácticas que afectan la dinámica familiar y el proceso de toma de decisiones interna.
Además, el 66% de estas empresas está en riesgo inminente por aspectos relacionados con la gobernanza y la toma de decisiones, y el 56% mezcla los roles de propietario y director dificultando la profesionalización y claridad en las decisiones estratégicas, todo esto de acuerdo con el estudio “Nivel de progreso de las empresas familiares para lograr su continuidad y armonía”.
La concentración excesiva de poder es silenciosa pero muy dañina
Los datos sobre cómo la mala gestión compromete la continuidad de las empresas –entre estas, las familiares– son claros, pero para entender su impacto conviene mirar casos concretos. El más frecuente, y quizás más silencioso, es la concentración excesiva de poder.
Al comienzo, un líder central puede ser una fuerza unificadora: toma decisiones rápidas, vela por la coherencia y protege la visión. Pero con el paso del tiempo, esa centralización se convierte en un cuello de botella que ralentiza cada paso. Las decisiones estratégicas se congelan “porque hay que consultarle al jefe”; los mandos intermedios se desmotivan, y el líder se ahoga en asuntos del día a día mientras el entorno avanza vertiginosamente.
La investigación lo confirma: las empresas que concentran demasiado poder en un núcleo tardan significativamente más en reaccionar y pierden calidad en sus decisiones. Un estudio de McKinsey encontró que las organizaciones que toman decisiones con rapidez tienen el doble de probabilidades de tomar decisiones de alta calidad que las que toman decisiones con lentitud, y que las que constantemente toman decisiones rápidas y acertadas tienen, a su vez, más probabilidades de superar a sus competidores.
Un ejemplo de esta dinámica es Xerox. Aunque su laboratorio PARC desarrolló tecnología revolucionaria —como la interfaz gráfica, el mouse, la impresión láser, Ethernet o incluso la primera computadora personal—, esas innovaciones nunca se convirtieron en éxito comercial. En el libro Fumbling the Future, los autores Douglas K. Smith y Robert C. Alexander concluyen que tanto la estructura organizativa de Xerox como su presidente, Peter McColough, fueron incapaces de dar viabilidad comercial a la computadora personal, debido a un liderazgo excesivamente centralizado que alimentó el faccionalismo político interno, las animosidades personales y la falta de respeto mutuo entre directivos y técnicos, factores que bloquearon decisiones clave y priorizaron proteger el negocio existente sobre explorar nuevos mercados.
Esa estrategia ejecutiva altamente centralizada —donde las visiones de negocio divergentes chocaban entre sí sin resolución efectiva— bloqueó la capacidad para convertir innovaciones en productos exitosos. El resultado fue una pérdida de dinamismo y competitividad: Xerox pasó de liderar el mercado a depender casi exclusivamente de su legado en fotocopiadoras, mientras otros actores más ágiles capitalizaban las tecnologías que ya estaban en sus manos.
Cuando el poder se concentra en unas pocas manos —y especialmente si hay fricciones internas—, se convierte en una barrera para que ideas realmente transformadoras lleguen al mercado. Las jerarquías rígidas y los conflictos de grupo aplastan los proyectos audaces y los nuevos enfoques. Lo que empieza como protección del statu quo, termina por sofocar el futuro.
El riesgo de no corregirlo es claro y urgente. A corto plazo, las respuestas a crisis o oportunidades se dilatan. A mediano plazo, desaparece la innovación y la motivación del equipo. A largo plazo, la organización se vuelve vulnerable a cambios disruptivos y pierde sostenibilidad: potenciales sucesores o talentos clave abandonan, los competidores se adelantan, los procesos quedan obsoletos.
La resistencia al cambio y la falta de innovación también perjudica
En muchas empresas, existe un sesgo que ancla a la organización en lo conocido, incluso cuando el mercado exige adaptarse o reinventarse. Ese “siempre lo hemos hecho así” se convierte en una defensa ante lo nuevo, pero, paradójicamente, termina siendo una condena. No deja que el negocio se abra a nuevas formas de operar, de atender al cliente o de aprovechar tecnologías disruptivas.
Un caso emblemático fue Kodak, que paradójicamente inventó la primera cámara digital en 1975, pero nunca logró capitalizar esa ventaja. Efectivamente, la empresa estaba consciente del cambio tecnológico, incluso su equipo de I+D lo detectaba y lo anunciaba, sin embargo, la rigidez cultural y la complacencia hacia el negocio principal —la venta de película— bloquearon la innovación. Este sesgo por lo historia impidió trasladarse al modelo de negocio digital que ya despuntaba (MIT Sloan Review) MIT Sloan Management Review. Como resultado, entre 1988 y 2012 su fuerza laboral se desplomó más de un 95%, mientras su valor bursátil pasó de 31 mil millones de dólares a apenas 100 millones, y su cuota de mercado, que dominaba por décadas, cayó a menos del 10% en la era digital LinkedIn.
¿Por qué sucede esto? Una explicación es la llamada “trampa del éxito” (success trap): el enfoque excesivo en explotar lo que ya funciona, en lugar de explorar lo nuevo. Esa rigidez se convierte en una cárcel cuando los clientes, tecnologías o mercados cambian de manera radical. En Kodak y Polaroid —otro caso similar— esta lógica atrapó a ambas empresas en un modelo que ya no respondía a las expectativas digitales, pese a tener el conocimiento y los recursos para transformarse.
La consecuencia es doble. A corto plazo, la empresa pierde oportunidades: nuevos canales, modelos o públicos quedan fuera del radar. A mediano, se erosiona la relevancia frente a rivales ágiles. Y a largo, la organización entra en declive: pierde talento, pierde atractivo en el mercado y queda relegada o, en el peor de los casos, extingue.
La profesionalización también afecta la continuidad del negocio
Al mismo tiempo, muchas organizaciones operan con estructuras informales sin profesionalización. Hay procesos que solo existen en la memoria colectiva, decisiones que se basan en intuiciones y comunicaciones que circulan por canales informales. Este modus operandi puede funcionar en ecosistemas pequeños, pero se desmorona cuando la organización crece o enfrenta interrupciones —como la ausencia de alguien clave—, y es cuando la falta de profesionalización se convierte entonces en una trampa difícil de romper.
Según datos recabados por El Economista de estudios de la Universidad Anáhuac México Sur, la falta de profesionalización incrementa en 60% las probabilidades de que una empresa —especialmente una pyme— deje de existir, ya que impide la transparencia, el control interno y el acceso a financiamiento.
Además, un estudio del Centro de Investigación para Familias de Empresarios y el IPADE revela que en México sólo el 6% de las empresas familiares afronta su permanencia de manera profesionalizada, y el 57% se encuentra en riesgo por obra de esa informalidad. Es decir, que más de la mitad de los negocios familiares mexicanos operan con vulnerabilidades significativas debido a la ausencia de procesos claros, roles definidos y estructuras de gobernanza que permitan tomar decisiones estratégicas de manera eficiente.
Profesionalizar significa establecer procesos formales, definir responsabilidades claras, documentar procedimientos y crear mecanismos de control y rendición de cuentas, e implica delegar autoridad de manera estructurada, capacitar a los mandos intermedios y generar una cultura organizacional orientada a resultados, más allá de la tradición o la confianza implícita entre familiares o socios fundadores. Solo así la empresa puede operar de manera sostenible, adaptarse a cambios del mercado y reducir la vulnerabilidad ante crisis internas o externas.
En empresas familiares, la continuidad del negocio se complica aún más
Aunque estas trampas pueden encontrarse en muchas organizaciones, cuando el negocio tiene raíces familiares, los desafíos se intensifican. Surgen entonces tres riesgos adicionales, sutiles, difíciles de percibir desde dentro, pero capaces de minar la continuidad del negocio si no se abordan.
El primero es la confusión entre lazos familiares y roles empresariales, y es uno de los obstáculos que impide profesionalizar correctamente una empresa familiar, ya que la profesionalización es el camino para que la empresa funcione bien. Sin embargo, en un entorno donde el vínculo por sangre —la historia compartida, la cercanía emocional— predomina, no siempre se mantiene una línea clara entre lo que se decide por mérito, por capacidad o simplemente por posición en la familia.
Esta ambigüedad nubla la objetividad y erosiona la profesionalización: si los cargos se asignan por parentesco y no por competencias, se debilitan los procesos formales, la rendición de cuentas y la claridad en la toma de decisiones. El resultado no siempre se expresa en palabras, pero se siente en la cultura: el rumor de que “el primo tiene puesto porque es primo” se convierte en una sombra que afecta la motivación, el desempeño y la confianza interna entre colaboradores y empresa.
El segundo es el uso del negocio como fuente de ingreso personal en lugar de verlo como un vehículo de reinversión. Esa lógica limita la capacidad de competir, crecer o adaptarse, ya que inevitablemente surgen tensiones entre quienes desean extraer beneficios inmediatos y quienes creen en reinvertir y proyectarse al futuro, el conflicto estalla, el negocio sufre y se desgasta silenciosamente.
Tercero, la ausencia de planificación sucesoria. En México, el 57% de las negocios familiares está en riesgo de complicar su supervivencia empresarial por no determinar los tiempos y procesos sucesorios, según un informe de BBVA y el IPADE.
Y no se trata únicamente de no tener elegido a un sucesor —porque hacerlo de esta manera sin un proceso claro puede generar favoritismos, conflictos internos y decisiones apresuradas que no reflejan las capacidades reales de la persona—, sino de diseñar un proceso de transferencia de funciones justo, objetivo, que vaya de acuerdo con las capacidades de cada quien y que garantice continuidad operativa, cohesión familiar y alineación estratégica. Porque si no se hace así, la transición se vuelve frágil y a menudo termina en disputas o en la pérdida del legado.
Y la magnitud del efecto es enorme: se prevé que para 2030 se transferirán casi 18.3 mil millones de dólares en patrimonio familiar, y muchas empresas no están preparadas para afrontarlo, lo que puede desafiar incluso el sistema económico global.
En definitiva, estas seis trampas —tres universales y tres específicas de empresas familiares— tienen el poder de minar el futuro sin que apenas se note hasta que el daño está hecho. Sin embargo, identificarlas cambia la historia, ya que una organización que detecta estos patrones, pone estructuras mínimas, permite delegar, documenta procesos, abraza el cambio digital y aborda con visión la sucesión, se transforma, con decisiones conscientes, graduales y estratégicas.